Playa de Benagil. Sendero Sete Vales Suspensos



Entre Rotterdam y Córdoba está Benagil. Quizá la orientación geográfica de este enclave portugués no les resulte acertada, pero después de que les cuente nuestra tercera etapa recorriendo el Sendero de los Sete Vales Suspensos, entenderán como dos ciudades tan dispares y lejanas, una holandesa y otra española, pueden acabar confluyendo en este espectacular rincón algarvio junto al mar. Benagil es archifamosa por su cueva, un algar con una bóveda espectacular tallada por la naturaleza, que se ha convertido en uno de los fondos de pantallas más famosos del mundo entero.


Benagil es una de esas fantásticas calas que atraviesa el Sendero de los Sete Vales, el punto que elegimos en la ruta para almorzar aquel día. Después de disfrutar de la playa de Carvalho, retomamos el camino del sendero montaña arriba; una subida que te brinda una perspectiva distinta y grandilocuente de aquella cala.


Volvimos entonces a situarnos al borde de los altos acantilados, muy cerca donde algunos campistas encuentran un inmejorable solar para asentar sus casas de cuatro ruedas y en el que los caminantes van conformando pequeñas montañas, agolpando en un mismo lugar las piedras del camino.


En veinte minutos ya comenzábamos a divisar la cala de Benagil, ese rincón algarvio donde se conformó una aldea de pescadores en torno a una gran pendiente hacia el mar y que, a pesar de la llegada del turismo, sigue conservando esa esencia marinera en su fisonomía.


Las pequeñas embarcaciones de pesca continúan varadas en la arena misma de la playa, algunas ya reconvertidas en barcos turísticos que te llevan a la conocida gruta o algunas calas cercanas inaccesibles a pie.




Benagil tiene varios lugares para comer y aquel día ya llevábamos uno elegido en la parte alta de la aldea para no alejarnos mucho del camino. Lo encontramos sin mucha dificultad, frente a un coqueta casa algarvia con la ropa tendida a juego con sus frisos secándose al sol cálido de enero, pero pasamos por alto que era sábado y, aunque parezca raro, la Casa de Pastos Brisa do Mar descansa ese día.


Cuando los planes tienen que fallar, fallan. Lo malo es que lo hagan en esa hora en la que el hambre se hace tan impertinente que empieza a ponerte nerviosa, tanto que estás dispuesta a sentarte a comer en el lugar que encuentres más a mano. Aquella vez, antes de precipitarnos, preferimos preguntar a un cordial lugareño dónde iba él a comer. Esa es la pregunta cuya respuesta siempre es correcta.


Ya teníamos una recomendación y una dirección no muy lejana, según nuestro confidente, ahora sólo había que encontrar el restaurante siguiendo una carretera llena de almendros, huertos y bonitos jardines. En cuestión de metros cambiaba de repente el escenario de nuestra historia, como lo hace el decorado de una buena obra de teatro para anunciar un cambio en la trama con la llegada de un nuevo acontecimiento.


Nada más entrar en Sul-Mar, el restaurante recomendando, ya estábamos como en casa. Nos hicimos con la primera mesa al sol en su porche y comenzamos a curiosear.


Aquel lugar, que guardaba cierto parecido con las huertas de mi pueblo, me encantaba por su entorno, su terraza, el olor a un rico guiso de gallina que comían unos comensales locales en una mesa del interior, y la gran simpatía de su dueño, predispuesto desde el primer momento a hacer de aquel almuerzo algo muy especial.



Elegimos el porche cubierto junto a los limoneros y olivos para sentarnos a comer y antes de que tuviéramos la carta en nuestras manos, no faltaba en la mesa el pan, el paté, la mantequilla, el queso y unas ricas aceitunas. Nuestro anfitrión se percató rápidamente del hambre y nos agasajó con unos calamares de la casa, mientras esperábamos los platos.


Y luego llegó el vino blanco recomendado por Manuel, el propietario, un Quinta da Alorna Branco 2015 del Tejo. Uno de esos ricos y buenos vinos blancos portugueses, premiado fuera de su tierra, y desconocido para muchos, pero digno de recordar para volver a brindar.


Todos coincidimos en que, como buenos senderistas, en el almuerzo no podía faltar la ensalada especial de la casa, llena de frutas y verduras frescas.


Las chicas nos decantamos por una cataplana de raya y marisco que resultó deliciosa.


Y ellos sucumbieron a la recomendación del día, unas 'bochechas', carrilleras con naranja con patatas acabadas de pelar y freir, uno de esos sencillos lujos que se agradecen.


Y como punto y final, un delicioso puding casero con los huevos del coral del restaurante.


En el transcurso de aquella sabrosa comida tuvimos muchas sorpresas. El regente de Sul-Mar reconoció nuestro acento cordobés y nos confesó que desde hace años sus vacaciones se suceden durante el mes de noviembre en una finca cercana a Córdoba, invitados por una familia de cordobeses, los dueños de un conocido restaurante junto a las murallas de la ciudad andaluza, que desde hace mucho tiempo pasan el mes agosto en los apartamentos que Manuel también alquila junto a su restaurante.


Su vinculación con Córdoba es tan estrecha que no sólo nos dio lecciones sobre el salmorejo o el perol, sino que además nos explicó que los gallos, que conviven en el corral con las gallinas de aquellos sabrosos huevos del puding, proceden de la misma ciudad califal.


Precisamente cuando estábamos entretenidos en los pormenores de aquella historia y José Antonio trataba de reconocer a Francisco, el amigo de Manuel, en varias fotografías, nos sorprendió el reclamo de nuestros vecinos de mesa, una pareja de holandeses que comenzaban a almorzar en la misma terraza.


El educado y apuesto caballero trataba de explicarnos en inglés su vinculación con Córdoba, la ciudad natal de su vecino y amigo en Rotterdam, Rafael Cortés Moya; un lugar que estaba incluso dispuesto a visitar desplazándose desde Benagil. En medio de un rico café trazamos las bases para hermanar en aquella comida Benagil, Córdoba y Rotterdam, bajo la dirección de nuestro amigo José Antonio, que tomó la batuta de la conversación, tratando de hacerse entender en aquella mini cumbre europea, y alzando cada vez más su voz, como si el entendimiento fuera cuestión de intensidad y no del manejo del idioma.


Nos despedimos de Sul Mar y de nuestros amigos con las mochilas llenas de limones, que Manuel nos había animado a ‘apanhar’, a coger de sus enormes árboles cargados. Y cuando salíamos de aquel bonito y grato lugar, un imponente descapotable, que parecía salido de la película de ‘Atrapa un ladrón’ con Grace Kelly y Cary Grant en los asientos delanteros, era recibido por nuestro anfitrión.


Después de aquel suculento almuerzo, por el que no llegamos a pagar más de 15 euros por persona, nos vino bien que el camino continuará hacia la playa de Benagil con el descenso de una gran pendiente que terminaba en el mismo acceso a la playa.


Pero, aquello sólo fue un respiro, las indicaciones del sendero nos desviaba de nuevo montaña arriba por una larga escalera que desemboca en la preciosa terraza del restaurante O Pescador, uno de esos emblemas gastronómicos de Carvoeiro.


El oleaje de aquel día nos impidió acceder a la conocida gruta en barco como quería Esteban, así que nuestro siguiente reto era el de localizar el hueco en las rocas de la cueva de Benagil y desde allí arriba intentar fotografiar ‘la catedral del mar’.



Y lo hicimos desde todos los puntos, buscando el ángulo que pudiera captar aquella bóveda natural, que esconde la playa más archifamosa del Algarve, un lugar especial en todos los sentidos, a la que el periódico The Guardian consideró una de las diez maravillas naturales del mundo.



Y desde allí arriba, camino ya de la Playa de Marinha, no dejábamos de sorprendernos de las calas maravillosas que se esconden entre los acantilados del barlovento algarvio, rincones que bien merecen una visita desde Rotterdam y desde Córdoba, como del resto del mundo.

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